domingo, 25 de febrero de 2018

Mi visión anarquista del proceso soberanista catalán

Recuerdo cómo veía antes el llamado "conflicto catalán". Antes del famoso referendum o intento de referendum. Atrás, bastante más atrás. Cuando las diadas comenzaron a convertirse en concentraciones mayoritariamente independentistas, cuando CiU pasó mágicamente del centralismo legislativo al independentismo más acérrimo, cuando Catalunya estaba en boca de tertulianos de TV y no de los de barra de bar y cubata.

En esos días todo aquello me resultaba ajeno pues, si bien yo simpatizaba con unos mucho más que con otros, al fin y al cabo era un debate entre mantenerse en un estado o formar otro nuevo; nada que a un anarquista haga saltar de alegría, por así decirlo. Cierto es que cualquier movilización social (éticamente aceptable) contra el sistema imperante me produce un interés inmediato, una suerte de ansiedad expectante, aunque no comparta por completo las reivindicaciones. No puedo evitar el cándido anhelo de que cualquier chispa pueda prenderlo todo. Y, a pesar de ello, era un tema ajeno, externo a mis verdaderos intereses político-sociales.

Pero los anarquistas estamos, como se dice en Madrid, en todos los fregaos. Y últimamente, revitalizada como está la persecución a nuestro colectivo, más todavía. O nos metemos nosotros o nos meten otros.

Poco antes de llegar el temido 1-O los titulares de los periódicos se llenaban de enajenada alteración: "Anarquistas de toda Europa se disponen a crear altercados con la policía el día del referendum".

¡Acabáramos! En eso están pensando en Grecia y Lituania los anarquistas, en venir a apoyar el nacimiento de un nuevo estado. Claro que sí. Más que cabrearme, todo aquello me daba risa y un poco de vergüenza ajena, pero con la costumbre de ver majaderías semejantes en los medios del sistema, no me escandalicé demasiado ni le di mucha importancia.

Entonces empezó la cuenta atrás. Cada día que pasaba aumentaba la tensión. Muchos ya nos olíamos las hostias que iban a caer el 1 de Octubre. Y, dada la tendencia a la resistencia pasiva mostrada por el movimiento soberanista catalán, más que altercados me temía un aplastamiento brutal por parte de las fuerzas del estado. En un programa de la Sexta apareció el portavoz de un sindicato de maderos (no recuerdo cuál) diciendo que ese día se iba a atender al orden público, que era lo primordial y que la policía intervendría sin provocar enfrentamientos. No me partí de la risa de milagro. Ya sabía yo que no iban a mantener la porra en el cinturón, ¿por qué iban a hacerlo cuando contaban con el apoyo de las instituciones más poderosas del país y buena parte del pueblo español?

Esperaba el 1 de Octubre con una mezcla de lástima, rabia y deseos de que no hubiera ningún muerto, ya que lo que estaba claro era que iban a mancharse de sangre las calles. Por suerte no hubo que lamentar ningún fallecimiento, aunque no sería por el empeño de algunos en golpear cabezas.

Eran vísperas del día D cuando, entre los grupos de anarquistas que sigo en las redes, salió a la luz un llamamiento concreto que reclamó mi atención. No recuerdo las palabras exactas, pero nos instaba a todos los anarquistas a no acudir a las revueltas que previsiblemente sucederían durante el referendum, dado que aquella no era nuestra lucha.

Y de repente me entraron unas ganas casi irrefrenables de coger un autobús y plantarme en algún colegio catalán a organizar un Black Block. Lamento no haberlo hecho.

Detesto que me digan lo que debo o no hacer o cuales son o no son mis luchas. Pero, por encima de todo, desprecio a cualquiera que invite a otros a mantenerse pasivos cuando se prevé que el estado lance sus fuerzas contra el pueblo, y especialmente cuando quien lo dice es otro anarquista.

Porque… ¿qué es un anarquista que no está dispuesto a poner el cuerpo por medio cuando el estado agrede a una persona desarmada?

Sí, ya sé. Odiamos a CiU, a ERC y hasta las CUP. Y no digamos la obscena combinación de varios de ellos. Odiamos lo que quieren conseguir los independentistas porque queremos otra cosa distinta, mejor y más justa. Odiamos el estado, cualquier estado, hasta el que está por nacer. Odiamos que se desvíen las luchas, que se desclase en pro del nacionalismo, que se culpe al campesinado andaluz de las consecuencias de un capitalismo liberalista…

Sí, sí, lo sé. Yo también lo siento. La estelada sigue siendo una bandera, un trapo más. No me he olvidado. ¿De qué sí nos hemos olvidado? ¿Cuándo los anarquistas no hemos estado dispuestos a ser carne de cañón para evitar que el estado deje caer toda su fuerza contra el pueblo? Un pueblo desagradecido, que nunca ha reconocido los logros que ha conseguido a costa de nuestra sangre. Un pueblo olvidadizo, descastado, ignorante y que clama a veces por meternos a todos entre rejas, disfrutando de los derechos que nuestro movimiento le ha conseguido y él no se esfuerza por mantener.

El pueblo puede ser cruel, lo ha sido en muchas ocasiones. No hay muchos anarquistas reconocidos en los callejeros de nuestras ciudades, en los libros de texto ni en los monumentos contra los autoritarismos. El pueblo puede ser verdaderamente idiota.

¿Ha sido eso alguna vez impedimento para que saliéramos a defenderlo?

No hace mucho un sacerdote estadounidense contaba cómo un grupo de anarquistas rodeó a su congregación en una manifestación contra el racismo para protegerlos del ataque de unos nazis. Porque el anarquismo es así, rebelde, impredecible e incomprensible para quien no lo siente suyo, dispuesto a combatir, a evitar que linchen a unos idiotas que creen en amigos imaginarios.

Da igual si el pueblo catalán quiere montarse una república o pintar todas sus casas al gotelé. Sigue siendo el pueblo, nuestro pueblo (seas de donde seas, porque no entendemos de fronteras), agredido y oprimido por las fuerzas del estado.

Las excusas del "no es legal", "sabían a lo que se exponían", etc. no sirven con nosotros. Pero la no-defensa de algo que no nos incumbe tampoco debería servirnos. Los anarquistas nos hemos aliado con comunistas, republicanos, demócratas y hasta monárquicos cuando ha sido necesario para luchar contra un enemigo aún peor que quería maltratar al pueblo. ¿Vamos a andarnos con remilgos ahora? ¿Qué pasa, quizás algo del resquemor españolista nos ha calado en los huesos?

De la noche a la mañana, mientras seguía en distintos canales lo que acontecía, donde las imágenes de violencia policial y represión se sucedían, de repente, la lucha de los soberanistas se convirtió en la mía, aunque fuera solo en aquel aspecto, en aquel momento, de forma puntual. Pero lo era.

Aunque supiera que en su nuevo estado mi ideología estaría perseguida como en todos e imperaría un capitalismo voraz, aunque fuera consciente de mi desdén a su identidad nacional y sus símbolos, aunque no compartiera sus ideas, su reivindicación ni su defensa de las urnas. Mi lugar estaba allí, entre la gente apaleada levantando las manos y los lacayos del estado golpeando. Entre los opresores y los oprimidos, los encarcelados y los que privan de libertad.

Ese ha sido y siempre será mi lugar.

A lo mejor es que yo no he entendido nada del anarquismo.

O a lo mejor son otros los que no entienden nada.

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